El Bautismo es la verdadera y fundamental consagración a Cristo, a quien nos entregamos por la fe y quien nos sella con su Espíritu:
Dios toma la criatura. Por lo tanto en toda consagración la iniciativa es de Dios. Es Dios el que extiende la mano hasta el hombre, lo llama y lo toma y le invita a introducirse en su esfera divina. Si el hombre acepta esa invitación y se deja llevar por Él, Dios lo introduce en la esfera sacra. Esto es lo que ocurre por ejemplo en la consagración bautismal: supongamos un hombre adulto, al que Dios llama a la Fe, se le acerca y le atrae, le llama y le invita. El hombre asume y acepta esa invitación, cree en Dios, se bautiza y es introducido en la esfera Divina. Es hecho hijo de Dios, entra en la familia de Dios, en la corriente de la Trinidad. Esto es una verdadera consagración.
El hombre ha de tomar conciencia de lo que es esa consagración y sacar las consecuencias de lo que lleva consigo, porque ha de vivir como hijo de Dios según esa esfera Divina, expresándola en toda su vida, siendo coherente vitalmente.
La consagración es una realidad dinámica: aún cuando estemos en la esfera divina, hay posibilidad de llamadas ulteriores dentro de esa intimidad, siempre por iniciativa de Dios. Este entrar más adentro, cuando tiene carácter de definitivo, de estable, es susceptible de ser sellado con una nueva consagración.
Todas estas nuevas consagraciones están radicadas en la del Bautismo y en cierta manera la expresan más plenamente, porque llevan a la perfección lo que es la docilidad a Dios. En este sentido, la Consagración al Corazón de Jesús supone la Consagración Bautismal, pero implica un conocimiento más reflejo y explícito de los compromisos que esta conlleva, y supone también un desarrollo de la vida espiritual: el Señor insistiendo, envolviendo a esa persona con su gracia, llamándole a mayor elevación de unión con Él, le va descubriendo sus designios amorosos, le va introduciendo en esos designios amorosos y, en un determinado momento, le invita a entregarse a Él, en aceptación de esos designios que Él está revelando.
Es una luz especial del Espíritu Santo que le hace conocer el misterio del amor del Corazón de Cristo de una manera especial y le hace sentirse llamado a ser instrumento del amor Redentor del Corazón de Cristo, con una conciencia plena y con un doble matiz de consagración y reparación que suele estar incluido en la consagración misma.
La consagración al Corazón de Jesús presupone esta captación del misterio del amor personal de Cristo, que se expresa en ese Corazón palpitante de Cristo: Cristo resucitado y vivo, que no sólo que me llama a un intimismo con Él, sino que me introduce en su Corazón y me hace confidente de sus proyectos redentores, del drama de su Corazón.
La devoción del Corazón de Jesús no es solo un coloquio con una imagen en el que me abstraigo de todo lo demás sino que entro en el Corazón de Cristo y Él me revela como amigo el drama de su Corazón redentor: la salvación del mundo, el rechazo de los hombres, la traición de sus fieles. Me lo revela para que yo lo viva en su amistad. Entonces es cuando yo, viviendo esto, pongo en mi vida este nivel de existencia y me consagro a Él. La Consagración al Corazón de Jesús lleva consigo amor y reparación, amor y participación en la obra redentora de Cristo a través de las formas diversas de contribución a esa Redención.
“La Consagración al Corazón de Jesús es una entrega en respuesta a ese amor conocido, a ese Corazón herido que en ese gesto del corazón abierto nos muestra su amor personal y su llamada a entrar en él. Es ponerse totalmente a disposición de Cristo”. En el Corazón de Cristo”, L. M. Mendizáblal. Ed. Monte Carmelo. Texto fundamental para entender, de manera sencilla todos estos conceptos.
San Juan Pablo II, en la homilía de Canonización de San Claudio la Colombière, 31 de Mayo de 1992 pronunció estas bellas palabras:
“Este religioso de corazón puro y libre estaba preparado para comprender y predicar el mensaje que, al mismo tiempo, el Corazón de Jesús confiaba a sor Margarita-María Alacoque. Para nuestro modo de ver, Paray-le-Monial fue la etapa más fecunda del itinerario, muy corto, de Claudio la Colombière; llegó a esta ciudad, rica desde antiguo por su tradición de vida religiosa, para encontrarse providencialmente con la humilde monja de la Visitación, que había entrado en un diálogo constante con su «divino Maestro» que le prometía «las delicias de (su) amor puro».
Descubrió en ella a una religiosa que deseaba ardientemente «la cruz completamente pura», y que ofrecía su penitencia y sus sufrimientos sin reticencias. El padre la Colombière, con gran seguridad de discernimiento, consideró como auténtica, al primer golpe de vista, la experiencia mística de aquella «discípula preferida del Sagrado Corazón», con la que entabló una relación de hermosa fraternidad espiritual.
De ella recogió el mensaje que produjo tanto eco: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres que no ha ahorrado nada hasta agotarse y consumirse por manifestarles su amor». El Señor pidió que se instituyera una fiesta para honrar su Corazón, ofreciéndole «reparación de honor» en la comunión eucarística. Margarita-María transmitió al «siervo fiel y perfecto amigo», a quien reconoció en el padre La Colombière, la misión de «establecer esta devoción y dedicarse a agradar a mi divino Corazón».
En los años que le quedan de vida, Claudio interioriza las «riquezas infinitas». En adelante su vida espiritual se desarrolla en la perspectiva de la reparación y de la misericordia infinita, tan subrayadas en Paray. Se ofreció por completo al Sagrado Corazón, «siempre ardiendo de amor». Hasta en la prueba practicó el olvido de sí, a fin de llegar al amor puro y levantar el mundo hasta Dios. Experimentando su debilidad, se ofreció al poder de la gracia: «Cumple en mí tu voluntad, Señor… Corazón divino de Jesucristo, a ti te toca hacerlo todo.»
Los tres siglos transcurridos nos permiten medir la importancia del mensaje confiado a Claudio la Colombière. En una época de contraste entre el fervor de algunos y la indiferencia o la impiedad de muchos, se presentó una devoción centrada en la humanidad de Cristo, en su presencia, en su amor de misericordia y en el perdón. La llamada a la «reparación», característica de Paray-le-Monial, podrá entenderse de modos diversos, pero esencialmente se trata, para los pecadores -que son todos los hombres- de volver al Señor, alcanzados por su amor, y de ofrecerle para el futuro una fidelidad más viva, una vida envuelta en caridad.
Si hay solidaridad en el pecado, también hay solidaridad en la salvación. El ofrecimiento de cada uno se hace para el bien de todos. A ejemplo de Claudio la Colombière, el fiel comprende que tal actitud espiritual no puede ser más que la acción de Cristo en él, manifestada por la comunión eucarística: acoger en su corazón el Corazón de Cristo y unirse al sacrificio que solo Él puede ofrecer dignamente al Padre.
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